sábado, 16 de abril de 2011

Extracto de la República de Platón... Libro VI y Alegoría de la Caverna...

Libro VI


Comparación entre el Sol y el bien


–¿No sabes –dije–, con respecto a los ojos, que, cuando no se les dirige a aquello
sobre cuyos colores se extienda la luz del Sol, sino a lo que alcanzan las sombras
nocturnas, ven con dificultad y parecen casi ciegos como si no hubiera en ellos visión
clara?
–Efectivamente –dijo.
–En cambio, cuando ven perfectamente lo que el Sol ilumina, se muestra, creo
yo, que esa visión existe en aquellos mismos ojos.
–¿Cómo no?
–Pues bien, considera del mismo modo lo siguiente con respecto al alma.
Cuando esta fija su atención sobre un objeto iluminado por la verdad y el ser, entonces
lo comprende y conoce y demuestra tener inteligencia; pero, cuando la fija en algo que
está envuelto en penumbras, que nace o perece, entonces, como no ve bien, el alma no
hace más que concebir opiniones siempre cambiantes y parece hallarse privada de toda
inteligencia.
–Tal parece, en efecto.
–Puedes, por tanto, decir que lo que proporciona la verdad a los objetos del
conocimiento y la facultad de conocer al que conoce es la idea del bien, a la cual debes
concebir como objeto del conocimiento, pero también como causa de la ciencia y de la
verdad; y así, por muy hermosas que sean ambas cosas, el conocimiento y la verdad,
juzgarás rectamente si consideras esa idea como otra cosa distinta y más hermosa
todavía que ellas. Y, en cuanto al conocimiento y la verdad, del mismo modo que en
aquel otro mundo se puede creer que la luz y la visión se parecen al Sol, pero no que
sean el mismo sol, del mismo modo en este es acertado el considerar que uno y otra son
semejantes al bien, pero no lo es el tener a uno cualquiera de los dos por el bien mismo,
pues es mucho mayor todavía la consideración que se debe a la naturaleza del bien.
–¡Qué inefable belleza –dijo– le atribuyes! Pues, siendo fuente del conocimiento
y la verdad, supera a ambos, según tú, en hermosura. No creo, pues, que lo vayas a
identificar con el placer.
–Ten tu lengua –dije–. Pero continúa considerando su imagen de la manera
siguiente.
–¿Cómo?
–Del Sol dirás, creo yo, que no solo proporciona a las cosas que son vistas la
facultad de serlo, sino también la generación, el crecimiento y la alimentación; sin
embargo, él no es generación.
–¿Cómo había de serlo?
–Del mismo modo, puedes afirmar que a las cosas inteligibles no solo les
adviene por obra del bien su cualidad de inteligibles, sino también se les añaden, por
obra también de aquel, el ser y la esencia; sin embargo, el bien no es esencia, sino algo
que está todavía por encima de aquella en cuanto a dignidad y poder.
Entonces Glaucón dijo con mucha gracia:
–¡Por Apolo! ¡Qué maravillosa superioridad!
–Tú tienes la culpa –dije–, porque me has obligado a decir lo que opinaba acerca
de ello.
–Y no te detengas en modo alguno –dijo–. Sigue exponiéndonos, si no otra cosa,
al menos la analogía con respecto al Sol, si es que te queda algo que decir.
–Desde luego –dije–, es mucho lo que me queda.
–Pues bien –dijo–, no te dejes ni lo más insignificante.
–Me temo –contesté– que sea mucho lo que me deje. Sin embargo, no omitiré de
intento nada que pueda ser dicho en esta ocasión.
–No, no lo hagas –dijo.
–Date cuenta –añadí– que son dos reyes, uno que gobierna sobre cuanto atañe al
mundo inteligible y el otro sobre lo relativo al mundo visible; y no digo que en el cielo
para que no creas que juego con el vocablo. Sea como sea, ¿tienes ante ti esas dos
especies, la visible y la inteligible?
–Las tengo.



Libro VII 


Alegoría de la caverna 


–Y a continuación –seguí– compara con la siguiente escena el estado en que, con
respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una
especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz,
que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde
niños, atados por las piernas y el cuello de modo que tengan que estarse quietos y mirar
únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de
ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los
encadenados, un camino situado en alto; y a lo largo del camino suponte que ha sido
construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el
público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas.
–Ya lo veo –dijo.
–Pues bien, contempla ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que
transportan toda clase de objetos cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de
hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre
estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén
callados.
–¡Qué extraña escena describes –dijo– y qué extraños pioneros!
–Iguales que nosotros –dije–, porque, en primer lugar ¿crees que los que están
así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas
por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?
–¿Cómo –dijo–, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles
las cabezas?
–¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?
–¿Qué otra cosa van a ver?
–Y, si pudieran hablar los unos con los  otros, ¿no piensas que creerían estar
refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?
–Forzosamente.
–¿Y si la prisión tuviese  un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas
que, cada vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba
era otra cosa sino la sombra que veían pasar?
–No, ¡por Zeus! –dijo.
–Entonces, no hay duda –dije yo– de que los tales no tendrán por real ninguna
otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados.
–Es enteramente forzoso –dijo.
–Examina, pues –dije–, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados
de su ignorancia y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de
ellos fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y
a mirar a la luz y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas,
no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que
contestaría si le dijera alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora
cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza
de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole
a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría
perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que
entonces se le mostraba?
–Mucho más –dijo.
–Y, si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los
ojos y que se escaparía volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que
consideraría que estos son realmente más claros que los que le muestran?
–Así es –dijo.
–Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza –dije–, obligándole a recorrer la áspera y
escarpada subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no
crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los
ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora
llamamos verdaderas?
–No, no sería capaz –dijo–, al menos por el momento.
–Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba.
Lo que vería más fácilmente serían, ante  todo, las sombras, luego, las imágenes de
hombres y de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y
después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo
mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la Luna, que el ver de día el Sol y lo
que le es propio.
–¿Cómo no?
–Y por último, creo yo, sería el Sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas
ni en otro lugar ajeno a él, sino el propio Sol en su propio dominio y tal cual es en sí
mismo, lo que él estaría en condiciones de mirar y contemplar.
–Necesariamente –dijo.
–Y, después de esto, colegiría ya con respecto al Sol que es él quien produce las
estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible y es,  en cierto modo, el
autor de todas aquellas cosas que ellos veían.
–Es evidente –dijo– que después de aquello vendría a pensar en eso otro.
–¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y
de sus antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber
cambiado y que les compadecería a ellos?
–Efectivamente.
–Y, si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas
que concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las
sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar
delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados
en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquel nostalgia de estas cosas o que
envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquellos, o bien que le ocurriría
lo de Homero, es decir, que preferiría  decididamente «ser siervo en el campo de
cualquier labrador sin caudal»  o sufrir cualquier otro destino antes que vivir en aquel
mundo de lo opinable?
–Eso es lo que creo yo –dijo–: que preferiría cualquier otro destino antes que
aquella vida.
–Ahora fíjate en esto –dije–: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el
mismo asiento, ¿no crees que se le llenarían los  ojos de tinieblas como a quien deja
súbitamente la luz del sol?
–Ciertamente –dijo.
–Y, si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido
constantemente encadenados, opinando acerca  de las sombras aquellas que, por no
habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad –y no sería muy corto el tiempo
que necesitara para acostumbrarse–, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber
subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de
intentar una semejante ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle
mano y matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?
–Claro que sí–dijo


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